No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret levántate y anda… y saltando, se puso en pie y anduvo (Hch 3:6-8)
Me parece que hay una idea generalizada de que ser cristiano significa convertirse en un recipiente donde deben caer todo tipo de bendiciones. Esta idea va muy de acuerdo con la idiosincrasia de nuestra época y su epidemia de derechos. Basta con que haya un atisbo de marginación para que los defensores de los “derechos” surjan. Cualquiera puede ser receptor de una plétora de derechos los cuales se promulgan con carácter de obvios, inalienables y enteramente indispensables.
Es cierto que tenemos un Dios bueno que se complace en bendecir a sus hijos. Desde el momento de nuestra concepción, somos receptores de bendición tras bendición, pero lo que hay que preguntarse es si esto es el todo de la vida cristiana.
Dios nos ha llamado a ser más que hijos mimados. A lo largo de toda la escritura encontramos hombres y mujeres que recibieron un llamado divino para hacer una tarea. El Señor esperó que cada uno de ellos cumpliera con dicha encomienda a pesar de las dificultades y padecimientos que encontrarán en el camino. Como ejemplos basta recordar a Noé construyendo un arca; a Moisés sacando a Israel de Egipto; a Esther salvando a su pueblo; y a David gobernando a un pueblo nada dócil.
Hay todo tipo de necesidades a nuestro alrededor… y cabe la posibilidad de que tengamos muy poco que dar. La gran pregunta es: ¿Qué puedo dar el día de hoy a mi prójimo? Y prójimo, nos recuerda Jesús, es todo aquel que está cerca de nosotros con una necesidad. Tal vez no puedas levantar paralíticos todavía, pero puedes dar tiempo, atención, amor y ayuda práctica tal como lo expresa Santiago 2:16.
Quiera Dios utilizar alguno de los artículos que aquí presentamos para que tu vida sea llena de Él y puedas experimentar el gozo de poder decir: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy”.
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